*Episodios desordenados de una protonovela fantástico-gauchesca.
Estadía en Piedraverde
El relincho perforó el vacío de la pampa como la punta de un puñal en la
carne del enemigo. La parturienta bajaba la cabeza dando latigazos; su vientre
se hinchaba y se contraía. El cielo era una herida oscura. El grito del dios
resonaba en cada rincón, furioso; en las nubes henchidas de lluvia, en el rayo
cargado de muerte.
Los ollares
perdían ritmo. Cada exhalación vaciaba de algo más que aire el cuerpo de la
yegua. Dos pezuñas, cubiertas por la placenta, se asomaban sobre el pasto
apenas fuera de la vulva.
A metros
cayó el primer rayo. Los ojos de la yegua gritaron lo que su hocico no podía.
Un último cabezazo la dejó inmóvil. Otro rayo. Al dios no le faltaba puntería,
es que no prestaba atención a esas penas antiquísimas. Los castigos se daban
con furia, pero sin pasión, la pasión era para los mortales.
De algunos
árboles lejanos se escurrió la figura de un hombre. Corrió hacia la yegua. Un
rayo golpeó muy cerca. Sintió el calor y se tapó la cara con el brazo derecho.
Trastabilló y tuvo que detener la caída con una rodilla. Siguió corriendo con
renguera. La distancia le había parecido menor desde los árboles, pero ya no
pensaba echarse atrás. Como rebenque, otro rayo azotó en medio del camino que
lo separaba de la yegua. Saltó hacia un costado y tragó suelo. Algunas piedras
le rasparon la cara. Dos gotas de sangre aparecieron a la altura del pómulo. Se
incorporó una vez más y en un último trote, con la respiración sesgada por la
fatiga, llegó hasta el animal.
La yegua
intentó quejarse, pero el hombre le pasó la mano sobre el lomo y la
tranquilizó. Con los dedos rompió la placenta y tomó las patas del potrillo por
la articulación para evitar lastimarlo. Tiró. El hocico se asomaba. El hombre
se erguía afirmándose sobre los talones. Tiraba con los brazos, con la espalda,
con el pómulo sangrante. Pronto el potrillo empezó a salir. La madre moría.
Joaquín
Godoy buscó el mango en su cintura y desenfundó el facón. El viento trataba de
arrancarlos de la tierra. Cortó y dejó caer un chorrito de caña sobre la herida
del cordón. Le pasó un pedazo de tela. El potrillo gimió, pero aún no podía
pararse. La yegua resoplaba sin fuerzas; Godoy pudo ver su ojo buscando la
cría. Levantó al potrillo y con dificultad lo acercó hasta el hocico de la
madre. La yegua le dio un lengüetazo débil, a su hijo, al hombre, y murió.
El cielo
crujió quebradizo, dio el ultimátum. El gaucho se alzó con la cría y buscó
volver a los árboles que lo habían refugiado.
Corría. Tras
él la pampa se desfiguraba. Un relámpago parecía seguir sus pasos. Se le entumecieron
las piernas como si del suelo brotaran manos que lo agarraban. En plena tarde
todo el cielo se había ennegrecido.
Al llegar a
los árboles miró hacia atrás, el campo ardía.
Cualquier
gaucho conocía la fortuna de un caballo blanco a merced de una tormenta, pero
era la primera vez que lo presenciaba en carne propia.
Empezó a
llover.
Los hijos bloqueaban las ventanas con tapas de madera cruda, con
principios de humedad que se incrustaban en las uñas urgentes; metían la leña
que se había llegado a secar en esos pocos días sin agua.
Con la mano
sobre el sombrero, los padres presionaban un poco a la altura de la frente,
agachaban la cabeza y salían del almacén, algunos borrachos, algunos más,
mordiendo medio labio medio bigote, saboreando los restos de tabaco y ginebra.
Las
mujeres, al pie de la fila exterior de pinos —traídos hace años por los
fundadores— se encorvaban, oían el crujir de sus columnas, palmeaban el suelo.
Todas las bocas murmuraban la oración, a la vez que los cuchillos se enterraban
sobre el lomo de la Pacha.
La
tradición del facón en tierra había amedrentado otros temporales. Las mujeres
confiaban en las tradiciones. Los hombres estaban ebrios casi todo el tiempo.
María
Ordoñez negaba frente al plato de sopa. Estaba segura —y se había encargado de
comunicarlo a las otras mujeres— que la tormenta estaba relacionada con la
llegada de aquel hombre, por eso los facones se desprendían del suelo y salían
volando. Susurró una plegaria que su abuela le había enseñado; la acabó con una
maldición al gaucho. Bien merecida tenía la paliza que le habían dado al entrar
al pueblo, y que agradeciera que ese infame de Dalmiro Soria estaba fresco, que
sino…
Muerto
Gregorio, y con tres hijos a cargo, María estaba desesperada. La llegada de
Godoy le había dado el argumento para justificar todas sus desgracias. Incluso
podía cargarle la culpa de dos o tres situaciones más generales, como la
tormenta que eligió a Piedraverde de remanso para acunarse por varias semanas.
—Ese gacho está
maldito. En el aire se puede sentir la peste de los condenados —los ojos
estaban fijos sobre algunos pedazos de zanahoria que flotaban en el potaje— en
especial en estos días húmedos.
Para el
pueblo un gaucho era mal augurio, un chasqui que traía cartas de enfermedad.
Piedraverde estaba siendo reprendida. María Ordoñez estaba segura de ello.
—Un cristiano es un cristiano y.
—Qué
cristiano ni cristiano, don Valentino, ese hombre es gaucho, y usted sabe muy
bien en las cosas que andan.
—Y yo le
digo que no me importa. Mire si vi’andar dejando que se muera el desahuciado
ahí solo. Ningún cristiano debería morir solo.
—¡Que no es
cristiano, hombre! Los gauchos están malditos —de pronto bajó el tono de voz—.
Todos tienen algo empeñado al Zupay.
—¡Callesé
la boca o lo hago callar! Uno viene a pasarla bien y no quiere de’andar
escuchando pavadas —otro hombre (unas mesas hacia el fondo del boliche), se
paró a la vez que apoyaba su vaso con bronca.
El joven
que trataba de hacer entrar en razón al pulpero se llevó la mano a la cintura. El
hombre del fondo copió el gesto; su mano izquierda se mantenía sobre la boca
del vaso y presionaba con fuerza.
—M’hijo, si
sabe lo que le conviene saque la mano de ahí —el pulpero trataba de apaciguar
las aguas que hervían en el muchacho.
—No se
meta, don Valentino, quién se cree este…
—Mas vale
haga caso, joven. O se estará ganando una noche en el calabozo —el comisario de
Piedraverde entró en el local.
—A ver,
¿Quién de ustedes es Dalmiro Soria?
Luis Felipe Noé |
Encuentro entre la machi y el gaucho
La noche se cerraba a la velocidad de la machi. No imaginaba el espectáculo con el que se iba a encontrar varios metros más adelante. La sangre del gaucho mezclada con la tierra suelta se volvía barro. El hombre miraba el cielo con el ojo que todavía no se le había hinchado. Trataba de consultar su destino a las estrellas. Movía los labios, intentaba formular un rezo, pero no sabía a quién o qué. Nunca prestó atención a las oraciones.
Un cura solía
visitar el rancho. Aparecía con una camisa negra metida adentro de la bombacha.
Decía que la sotana arriba del alazán era una verdadera molestia. Pero a Godoy
no le importaba escuchar de hombres mágicos que regalaban bendiciones a cambio
de la poca plata que ganaba en lo del viejo Cejas. Cada peso se lo dejaba al
herrero para que le engalane el facón. —Un buen mango de plata quiero que le
ponga, Valentino—. Y así el cura gastaba saliva en sermones que Godoy
interrumpía con fuertes sorbidos de mate. Cuando ya se cansaba de recitar
versículos y salmos, le pedía uno y se volvía a subir al alazán para emprender
el regreso hacía el pueblo.
Le hubiese
venido bien haber escuchado algo de lo que le decía el sacerdote, por lo menos
le hubiera dejado la sensación de compañía que estaba buscando en ese momento.
Lo poco que podía
girar el cuello le alcanzaba para ver dos dientes arrancados hundiéndose en el
barro. La imagen no lo atemorizaba, sino la falta de sensibilidad en la boca
que no le permitía notar la ausencia.
No dejaba de
pensar en lo que acaba de suceder. Podía sentir como se desprendía de su cuerpo
una masa intangible. Desde aquella noche llevaría montado en los hombros el
peso del Zupay, del temor y la culpa de sus manos estrechándose. Cuando estuvo
a punto de entregarse a la muerte, y al convenio que había pactado, vio dos
piernas aparecer entre los yuyos.
El gaucho era
pesado. La machi a duras penas podía cargar con él. Iba más encorvada que de
costumbre. El moribundo, desparramado sobre su espalda, arrastraba los talones
por el suelo.
Al pie de la
sierra lo bajó exhausta. Miró hacia donde estaba la cueva y dudó por unos
segundos. El gaucho sin conocimiento yacía sobre una piedra. La anciana se
quitó el sombrero y secó el sudo de su frente con el revés de la mano. Caminó
hasta un tronco caído y se sentó.
—Pachita,
mándame la ayuda que ando buscando. Este hombre no merece morir así.
Enseguida apretó
los ojos y negó con la cabeza. Hacía mucho que no podía comunicarse con los
espíritus. Volteó a mirar al hombre. Una mano colgaba inerte rozando el pasto.
Volvió la vista y palmeó el tronco.
—Gracias igual,
madrecita.
De pronto los
árboles se alborotaron. El viento empezó a soplar con fuerza y levantó las
hojas secas, y todo el ruido se apagó. Nada. La machi miraba sorprendida
alrededor. Veía como bailaban las copas de los árboles, alguna vizcacha que
corría a esconderse, pero nada tenía sonido. El cielo liberó un rayo. Nada. La
machi sonreía. La imagen era poderosa. Supo entonces que la habían escuchado.
Cuando cayó al suelo de rodillas, como si un rio la golpeara, todo volvió. Un
relincho arrancó el silencio. De sus manos brotó calor. Una voz le habló al
oído y volvió a sonreír. Ante ella una potranca tobiana la animaba a
levantarse.
Entonces lo
recuperé. Las visiones. El calor. Miles de gustos que habían desaparecido de mi
boca. Y una dureza en el estómago (señal de alerta que creía olvidada). Todo
volvió a mi como una embestida. Era abrumador, pero hermoso.
Tomé al gaucho y
lo subí sobre la potranca. Despacito y apoyándome un poco en ella llegamos
hasta la cueva. Encendí un fuego y recosté al hombre cerca para que se
calentara.
Se hizo el día.
Aún no despertaba. Agregué algunas hierbas a un caldo. En el río pude rescatar
una piedra que me era perfecta: la medí con la mano y me obligaba a estirar el
pulgar y el índice hacia los extremos, pero sin llegar a dolerme; las
corrientes la habían dejado con la suavidad de un pétalo; pesaba lo justo para
machacar la caléndula y la menta, y poder preparar la pomada.
Nunca en la vida
vi una crueldad como aquella. Porque quedaba claro que había sido cosa ‘e
Mandinga, pero la brutalidad llevaba la marca de los hombres. Salvo que
anduviera cazando por saña y el Llastay lo hubiese descubierto en pleno acto,
pero no. Las suyas eran heridas de cuchillo.
Era gaucho, pero
de alma noble. No se andaba mirando de reojo mis cosas. A la semana de volver a
caminar se vino cargando el agua por toda la pendiente hasta la cueva. Comía lo
justo y empezó de a poco a darle las gracias a Pachita. Ahí fue cuando sentí la
dureza en el estómago otra vez, la sensación empezó a trepar hasta el pecho.
Era una araña enorme de angustia. Cada pasito, un escalofrío. Me apoyé contra
una piedra para no caer al suelo, y tuve una visión.
Godoy era
rodeado por un vapor negro, espeso. Era una cadena que lo anclaba y que le
pegaba tirones hacia abajo, como queriéndolo arrastrar hasta las entrañas de la
tierra. Lo vi junto al Zupay estrechándole la mano y sentí el vaho de azufre
cuando la bestia se alejaba. Y lo volví a ver medio muerto, tirado en el campo
ahogándose en su propia sangre, con las astillas blancas asomando entre la
carne.
De pronto un
temblor movió la cueva. Algunas vasijas se quebraron y los restos del ungüento
mancharon unas telas que tenía en una esquina para abrigarme por las noches.
El gaucho vino en
mi auxilio.
—Esto no es
normal, m’ijo. Hace tiempo que no me aturdían tantas sensaciones, y con usté ya
van dos veces que me alcanzan.
—Pero, Machi
¿Como podría mover uno semejante montaña?
—Está claro que
el temblor no lo provocó, pero todas las cosas están unidas —miré hacia el
cielo y una nube rojiza cruzó apelmazándose y tomando forma—y algo me dice que
los espíritus del mapu le están tejiendo un destino que ningún otro hombre
vivió.
—Se ve que su
pacto con el Zupay llamó la atención…
Enfrentamiento en la pulpería
El hueso giró en el aire. Los ojos
del Tano se hincharon. La taba cayó y pegó sobre una piedra que le cambió la
trayectoria, fue a dar entre unos matorrales al costado de la pulpería. El hijo
de Cacho Benavidez se apuró a meterse entre los yuyos para verificar el
resultado.
—¡Suerte! —gritó y todos se miraron.
—¡Qué suerte ni suerte, chango
roñoso!
El negro Suipacha lo encaró
apretando el rebenque que colgaba de su mano. El hijo de Cacho Benavidez
transpiró; más que la altura lo abrumaba la boca sin dientes del negro. Se
agachó y levantó a penas la taba para revelársela al hombre.
—Mire. Suerte, Don Suipacha.
—Ah, pero a este lo mato.
El negro se le abalanzó y tiró el
primer rebencazo; le dio en el medio del lomo. El chango soltó un alarido. Alguno
del grupo le gritó al negro que parara, pero fue en vano. Suipacha se ensañaba
en mostrar su hombría cada vez que se daba la oportunidad de castigar a
alguien.
—Te dijeron que parés, inmundicia.
El que habló era el gaucho, que
estaba bajando de su caballo al pie del palenque.
El negro ni siquiera lo escuchó y
siguió meta reventar al muchacho, que ya respiraba entrecortado por la sangre
que le salía de todo el cuerpo.
De una patada en las costillas el
gaucho hizo que el verdugo se revolcara un metro sobre el suelo pedregoso. En
seguida los que estaban se echaron para atrás haciendo un círculo alrededor de
los hombres.
—¡Levantenlón y que alguno se lo
alcance al padre, carajo! —Godoy los miró con desprecio.
Mientras el negro se paraba
escupiendo tierra que le colgaba en hilos marrones, tres de entre la multitud
se apuraron para alzar al chango moribundo.
—La puta que te parió, gaucho mal
nacido, te vi’aser recagar.
—El que te vi’asé cagar soy yo,
matón. Te hacé el malevo con un pobre chango.
—Y a vos qué carajo te importa lo
qui’ago con el mocoso ese.
Godoy manoteó el facón pero no se
sacó el poncho. No necesitaba defensa contra el negro y lo sabía; su
contrincante estaba muy borracho para responder con agilidad cualquier ataque.
—Si guardás el rabo y te mandás a
mudar no te pincho nada —el gaucho lo midió tratando de evitarse el confronte.
Suipacha se echó a reir.
—Mirá si me viá’ndar escuendiendo de
vos, gaucho asqueroso. Nada me haría mas feliz que rajarle el pescuezo a semejante
lacra.
El negro era una montaña torpe.
Costaba darse cuenta de su borrachera mirándolo a la cara, porque tenía una
sola expresión, nunca le adivinabas lo que estaba pensando; y no pensaba nada,
eso lo hacía más difícil. Sin embargo, el esfuerzo de mantenerse en pie si lo
delataba. Había un suave tambalear en su cuerpo. Se tanteó la cintura dos o
tres veces hasta que dio con el cuchillo.
El Tano, que seguía entre los
espectadores, le tiró un poncho cerca de los pies. El negro Suipacha hizo un
esfuerzo por agacharse a levantarlo que le requirió apoyarse en una rodilla. La
gente se le rio.
—Callensé o los achuro a todos
—volvió a erguirse con la ayuda de una palma en el suelo.
—Si anda complicado vengo otro día,
compañero.
La burla lo enfureció. Suipacha se
lanzó contra el gaucho con la punta del facón como guía, pero Godoy apenas se
ladeó y lo dejó pasar de largo. Cuando frenó en seco sintió rebotar toda la
grasa de su cuerpo; sin esperar demasiado se dio media vuelta y lo encaró otra
vez.
El gaucho miró el costado donde
debía meter el puntazo. Sabía que bastaba un poco de presión y un giro rápido
para hacer un buen desgarro que lo dejara tendido yéndose en sangre, pero
dispuesto a acertar el golpe vio la sombra sentada en una de las mesas al fondo
del patio. En la nariz el olor se volvió inconfundible. Tenía la certeza de que
solo él lo percibía. Azufre. Y una sonrisa ocre que salía desde la cabeza de la
sombra. La forma borrosa de un cuerpo expectante y diabólico al fondo del patio
que le decía: hacelo, falta muy poco Godoy, muy poco. El gaucho se miró las
tres líneas oscuras en el dorso de la muñeca y volvió en sí. Alejó un poco el
facón y le asestó una puntada al hombro del negro, que cayó al suelo por
segunda vez hirviendo de bronca.
—Dejá, malevo, pa qué vamo andá
haciendo papelones ahorita. Terminá de tomar tranquilo y no hagai má’alboroto —el
gaucho enfundó y se mandó a mudar subiendo de nuevo a su caballo.
En la retirada volvió la vista hacia
la mesa del fondo; un robador a medio tomar se calentaba al sol.
Se hacía de noche y Godoy estaba llegando
al campamento. Se lo había montado en un claro en medio de un círculo de
árboles a unos cuantos kilómetros de Piedraverde. Era necesario que por ahora
nadie se enterara de donde dormía. Había quedado más que claro el recelo de los
pobladores con la presencia del gaucho.
Desensilló a Qhaqya y se puso a
desarmar el apero para poder acostarse. Agradeció al aire por el cuero de vaca
y la lana. Le encantaba el olor que agarraban las mantas junto con el pelo de
Qhaqya, mas porque le recordaban al rancho de su tata, donde dormían con el
potro adentro, que por el olor en sí.
Encendió el fuego con algunos leños
que había escondido entre las matas y se dispuso a calentar agua para el mate
con la pava vieja, herencia que guardaba celosamente. De una bolsita de cuero
atada a la rastra sacó un poco de yerba y jugó con los dedos sobre la palma; se
recordó a los seis años cuando su tata le hacía meter las manitas entre el
sacón que preparaba para venderle al pulpero. La sensación de las hojas y los
palitos siempre lo devolvían a aquellos momentos. Tiró un poco del contenido en
el mate y se cebó el primero. Echó la cabeza hacia atrás y vio del revés a
Qhaqya y las ramas de algunos arboles y las estrellas y unas ojotas que lo
hicieron enderezarse de golpe. A su lado estaba de pie un ser con cuerpo de
hombre y cabeza de alpaca.
—Me da un mate, Godoy.
—¿Y usté es? —de reojo miró el
facón, que había dejado sobre un tronco.
—Los nombres cambian con los siglos
y las especies.
—Si vamo a compartir un mate me
gustaría por lo menos saber con quién tengo el gusto.
—Me parece bien —el ser seguía con
la cabeza rígida mirando al horizonte—. Creo que los tuyos me llaman… Yastay.
Acecho
El gaucho
supo de inmediato de quién se trataba y se apuró a alcanzarle un mate. Mientras
el Yastai sorbía con ruido, él se detuvo en los giros del pelaje; las fibras se
rizaban y lo volvían esponjoso, por lo que infirió que había tomado la forma de
una alpaca huacaya —las de tipo suri presentaban un pelaje más sedoso y pegado
al cuerpo—. El ser terminó y devolvió el mate; Godoy seguía ensimismado
preguntándose cómo podía sostenerlo con las pezuñas; en eso noto que tan solo
un brazo era peludo y las traía, el otro era humano, con cada dedo en su lugar.
Se avergonzó de estar ojeándolo tanto y agachó la cabeza.
—Me
disculpo por la insolencia, pero ¿Usté qui’hace tomando mate con un hombre de
mi calaña? Ni soy digno ni he cazado.
—Yo sé bien
todo de usté, Godoy. Como protector de cada bicho que camina, salvando su raza,
vió, yo he de vigilar todo alumbramiento y todo deceso, y estos últimos los
juzgo sin piedad. Tengo presente que no ha cazado, ni caza muy seguido.
—Mi
cuchillo ya ha’quitado demasiada vida. Del indio aprendí a ponir en balanza mi’actos.
—Aprendió.
Lo sé bien. Por eso acudo a visitarlo —el viento le tiraba el flequillo sobre
los ojos—. Usté es un hombre digno, Godoy. Se mide con el facón y cuida de este
hermoso ejemplar de caballo, para mí eso es suficiente.
»— Ningún
alma debe andar hambrienta y sola vagando por ahí, menos en mis tierras, sírvase
pues.
En seguida
sintió el olor ahumado. Godoy giró la cabeza hacia el fuego y se encontró con
un cordero a la estaca. El perfume de la salmuera lo hacía salivar. Creyó que
se le venía el llanto e hizo fuerza para evitarlo. Llevaba semanas comiendo solo
charqui[1] que a duras penas pudo
hacer que le vendieran en el almacén de Piedraverde.
—No me
viá’ndar haciendo rogar. Se me hace agua la boca, señor.
—Entonces
coma, Godoy. Aproveche que el campo lo cuida esta noche —sacó un charango y se
puso a rasguear, ahora ambos brazos eran humanos—. El Coquena[2] gusta más de los vientos,
pero yo prefiero las cuerdas.
Mientras el
Yastai tarareaba una melodía nostálgica Godoy desgarró con su cuchillo algunos
pedazos de carne y se puso a comer.
Por la
mañana las brasas largaban las últimas columnas raquíticas de humo. El gaucho
no supo a qué hora había partido su benefactor, pero cerca de donde estaba
sentado halló una manta nueva de fibras de alpaca con guarda pampa[3] en blanco y negro; supo
que era el último regalo que el espíritu le había hecho; lo dobló y colocó bajo
la silla de Qhaqya con las demás telas de la montura.
Antes de
subirse en el lomo de su compañero echó una mirada al campo. Sabía que
cualquier cristiano perdería el rumbo y quedaría vagando por las pampas hasta,
con algo de suerte, dar con un rancho perdido que le hiciera de refugio o donde
puedan orientarlo para retomar camino, pero él no precisaba ni ranchos ni
rumbos, le bastaba un poco de agudeza en los sentidos, mirar con los ojos del
pájaro y del ratón, como le decía en su infancia Valeriano Cejas: el baqueano[4] tiene que hacerse tan
campo como el puma y el viento, basta mirar, changuito, por’onde pasan los
cascos del potro, la humedá de la tierra y el color de los yuyos para saber
cuán cerca está uno de un arroyo o un río; si tenés agua, tenés todo,
changuito.
Godoy subió
sobre Qhaqya y partieron. Atrás quedó el círculo de árboles y el campamento. A
estas alturas sentía que cada pueblo en el que paraba lo retenía más de lo que esperado,
y Piedraverde no era la excepción. En contra del ritmo del galope el hombre
negaba apretando las muelas. Había revuelto mucho el avispero entre el
disturbio de la pulpería con Dalmiro Soria y el enfrentamiento con el negro Suipacha;
a pesar de que se sabía bien oculto lejos del poblado le extrañaba que aún no
lo hubieran venido a buscar. Pero, aunque nada lo acobardaba, no se iba a
quedar esperándolos, tenía una encomienda que cumplir.
—Ustedes
quedensé si quieren, pero yo viá’buscar a ese gaucho para cobrarme lo de la
otra noche.
—Suipacha,
dejesé de joder ¡Está buscando que lo pinchen! Parece que quiere ser finao,
usté —Dalmiro Soria tenía la nariz enrojecida por el vino— Aproveche que esa
lacra lo perdonó, vaya a su casa, pase la tarde con su señora. Ese gaucho es
bravo, se lo digo por experiencia.
—Si a usté
lo asustó una paliza, escuéndase si quiere, pero a mí si me faltan el respeto
exijo una compensación —el negro había estado toda la noche revolviéndose de
bronca por la humillación en el patio de la pulpería.
—¡Epa,
Suipacha! Pero anda buscando yunta para aporrear al susodicho, ¡Bien que solito
no se le anima otra vez!
La voz vino
desde el rincón del bar. Un hombre alto se levantó y caminó entre las mesas
hasta donde discutían los otros. Llevaba sombrero y fumaba un cigarrillo de
humo espeso y picante.
—¿Quién es
usté para hablarme así? Parece que vamo’ a tener dos aporreados esta tarde.
—Tranquilo,
mi’amigo. Compartimos un mismo deseo —el hombre se acercó a Suipacha, lo tomó
de los hombros y lo alejó de los demás—. Ahora présteme atención.
De pronto
las palabras que el desconocido emitía serpenteaban por el oído del negro,
recorrían la humedad del cerebro e iban a instalarse muy adentro dislocando
cualquier otra idea. Cuando acabó de hablar, Suipacha tenía los ojos duros,
babeaba y apretaba en una mano el facón.
Los participantes de la reunión se habían dispersado entre las mesas y ya se armaban los grupos para el Truco.
[1]
Carne deshidratada.
[2]
Divinidad del Altiplano.
Protector de los Coyas y los animales.
[3]
Guarda de cruces dispuestas en
traslación horizontal o vertical, asociado a la indumentaria del gaucho y a la
vida y las tareas rurales.
[4]
Conocedor de los
caminos y atajos de un terreno.
Qhaqya
Godoy está pensativo. Imagino que le preocupa su promesa. Sobre todo, después del retraso de Tastil.
La machi fue muy clara respecto de la urgencia. Por lo
que supe hace poco, el gaucho tiene una deuda importante con ella, supongo que
por eso esta tan inquieto. Hay que encontrar a esas changuitas lo más pronto
posible.
Tastil había sido una verdadera pérdida de tiempo. Ese
cacique panzón se había empeñado en que su hijo nos acompañe en el viaje. Decía
que debía conocer sus territorios si quería gobernar, que el pueblo necesitaba
un líder preparado y no sé cuántas pavadas más. Claro, total los que tenían que
acarrear con el mocoso éramos nosotros. Igual no duró mucho. Podrían siquiera
haberlo entrenado. Ni bien salimos de la ciudad, en los alrededores nomás, nos
emboscó un puma. Pero le vi los ojos a Godoy. Él había sentido lo mismo que yo.
La peste. La peste de los condenados. Y en ese puma era insoportable. No es por
juzgar a los condenados, cada quién tiene sus razones y sus cuitas. Pero cuando
el condenado siente odio, la peste se acrecienta. El puma se abalanzó sobre el
muchacho.
Godoy saltó desde mi lomo y yo empecé a girar en medio
circulo. La maniobra estaba practicada. Era la misma que usábamos para cazar.
Mientras él desenfundaba el facón, yo tiraba todo mi peso sobre las patas
delanteras y preparaba el golpe. Cuando mi compañero acertó la puñalada y cayó
al suelo, apliqué una patada doble y dejé al contrincante desparramado a unos
cuantos metros de nosotros. Sin embargo, el joven atacama había quedado tendido
en el suelo con dos zarpazos letales sobre la garganta. No hubo mucho que hacer. Había que proseguir
con el viaje, de modo que el gaucho lo tapó con una de las mantas del apero.
Antes de marcharnos nos acercamos al cadáver del felino
que ya retornaba a su forma humana. El brujo era fornido, de cejas anchas y
abundante bello en todo el cuerpo. No lo reconocimos, pero sí la marca que
llevaba en la muñeca… Tres cicatrices oscuras. Supe enseguida que el ataque
había sido para el gaucho. El joven solo era una víctima más con la que el
Zupay le hacía un guiño. Tarde o temprano se encontrarían de nuevo.
Sé que a Godoy le pesó más que a mí porque le tenía
afecto al chango. Algunas veces hasta llegué a verlo en una postura un tanto
paternal. El poco tiempo que pasaron juntos mientras nos alojábamos en la
ciudad alcanzó para unirlos.
Y todavía anda medio cabizbajo. Mientras mastica el
charqui y me mira, aunque está en silencio, lo siento penar. Llora al muchacho,
se preocupa por las niñas y sé que hasta se martiriza por los minutos que nos
tomamos para descansar. Yo no. Yo lo acompaño porque estamos enlazados. Lo
acompaño por las fuerzas mayores que nos unen. Porque me necesita.
¡Qué me importan a mí las machis! o lo que quieren las
machis, o los que no quieren a las machis, o cualquiera de esas cosas humanas.
En el sur a estas dos changuitas no las quieren, o no las van a querer, no sé cómo
viene la cosa. Cuestión que ahí no se les permite a las mujeres hacer magia,
pero por lo que dice la machi, la nuestra, las dos changuitas nacieron mellizas
y con poderes, y parece que eso es muy importante para el destino del mapu. En
lo que a mí respecta, mientras el Llastay siga cuidando de los animales cuando
pastamos y el Sachayo me deje entrar al monte a buscar fruta, no hay chamán que
pueda preocuparme. Pero Godoy está intranquilo, eso me preocupa.
—Hay agua en el aire.
Me vuelve a ensillar y monta. En la lejanía se ve un
bosque. Se lo nota apurado porque taconea con más fuerza que otras veces. ¡Pará
desquiciado!
Este no es un gaucho malevo. Y con esto no quiero
decir que no sea bravo, la anécdota del puma es una de tantas. Lo he visto
enfrentarse con hombretones terribles, incluso a peleado con varios a la vez.
Pero es gaucho de alma noble. Ni me importan los taconazos, ni me importa su
hosquedad. Me salvó del rayo en plena pampa. Esa es una de las cosas por las
que me quedo al lado suyo. Pero a este hombre le pesa su condena. Por eso digo
que no es malevo. Me he cruzado con rufianes que apestan a muerte. Que llevan
la marca del Zupay ardiendo en el pecho. Y en su afán de librarse y pagar las
cuentas se entregan a él y a sus abominaciones. Godoy en cambio se arrepiente
todos los días. Sea cual fuere el trato que haya hecho, está empeñado en
deshacerlo, pero enfrentándose a la bestia, y eso nos cuesta caro.
Ya casi llegamos al bosque. Tiene un nombre, pero no
lo recuerdo. Lo escuché cuando andábamos por la ciudad de los carnavales. Hasta
ahora no se ve nada extraño, pero, empiezo a sentir en los cascos un chapoteo
de barro. Godoy me aprieta y acelero el trote.
Escucho el tintineo de la rastra. Avanzo. Por segundos
nos separa el viento, y enseguida vuelvo sentir su peso encima. El terreno
desciende. Paso la primera fila de árboles. El sol empieza a esconderse tras
las copas. La segunda. Me cuesta avanzar. Hay barro por todos lados. La
tercera… Freno de golpe. Se me hinchan los músculos por la resistencia. Los
cascos delanteros se me resbalan, pero logro mantenerme en pie. Casi hago caer
al gaucho.
Adelante se hunde el bosque. Lo que debería ser un
sinfín de troncos y arbustos es reemplazado por un espejo de agua del que
intentan escapar algunas ramas afiladas y calvas. Todo está sumergido.
Me detengo a ver el paisaje. Godoy está tan anonadado
como yo. Nos rodea un círculo frondoso, todo lo demás es lago. Me asomo al
borde con cuidado y despejo mis sospechas. Allá. En el fondo. Tras el manto
líquido, hay árboles.
El gaucho baja de mi lomo y se inclina igual que yo.
Alcanzo a verle las gotas sobre la frente. Se lleva una mano a la cabeza y se
quita el chambergo. Sus labios son una tumba. Sumerge el sombrero en el agua y
bebe un poco. Lo veo acercarme el sombrero convidándome. Qué hace. De repente
levanta las cejas y se larga en una carcajada. ¿Eso fue una broma? Ahora
resulta comediante. Resoplo y meto el hocico en el agua.
—¡No se me enoje, Qhaqya! —dice entre risotadas.
—¡Vaya tomando aire que parece que nos vamos a dar un
chapuzón!
Está loco si cree que me voy a meter ahí. Jamás vi
cosa semejante. Los bosques tienen que estar sobre el agua y no debajo. Estas
son pavadas de brujo. Así no vamos a encontrar nunca a estas changuitas. Pero
yo me gasto en refunfuñar y Godoy ya está metido hasta las rodillas.
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