El gaucho Godoy

 *Episodios desordenados de una protonovela fantástico-gauchesca.



Estadía en Piedraverde

El relincho perforó el vacío de la pampa como la punta de un puñal en la carne del enemigo. La parturienta bajaba la cabeza dando latigazos; su vientre se hinchaba y se contraía. El cielo era una herida oscura. El grito del dios resonaba en cada rincón, furioso; en las nubes henchidas de lluvia, en el rayo cargado de muerte.

Los ollares perdían ritmo. Cada exhalación vaciaba de algo más que aire el cuerpo de la yegua. Dos pezuñas, cubiertas por la placenta, se asomaban sobre el pasto apenas fuera de la vulva.

A metros cayó el primer rayo. Los ojos de la yegua gritaron lo que su hocico no podía. Un último cabezazo la dejó inmóvil. Otro rayo. Al dios no le faltaba puntería, es que no prestaba atención a esas penas antiquísimas. Los castigos se daban con furia, pero sin pasión, la pasión era para los mortales.

De algunos árboles lejanos se escurrió la figura de un hombre. Corrió hacia la yegua. Un rayo golpeó muy cerca. Sintió el calor y se tapó la cara con el brazo derecho. Trastabilló y tuvo que detener la caída con una rodilla. Siguió corriendo con renguera. La distancia le había parecido menor desde los árboles, pero ya no pensaba echarse atrás. Como rebenque, otro rayo azotó en medio del camino que lo separaba de la yegua. Saltó hacia un costado y tragó suelo. Algunas piedras le rasparon la cara. Dos gotas de sangre aparecieron a la altura del pómulo. Se incorporó una vez más y en un último trote, con la respiración sesgada por la fatiga, llegó hasta el animal.

La yegua intentó quejarse, pero el hombre le pasó la mano sobre el lomo y la tranquilizó. Con los dedos rompió la placenta y tomó las patas del potrillo por la articulación para evitar lastimarlo. Tiró. El hocico se asomaba. El hombre se erguía afirmándose sobre los talones. Tiraba con los brazos, con la espalda, con el pómulo sangrante. Pronto el potrillo empezó a salir. La madre moría.

Joaquín Godoy buscó el mango en su cintura y desenfundó el facón. El viento trataba de arrancarlos de la tierra. Cortó y dejó caer un chorrito de caña sobre la herida del cordón. Le pasó un pedazo de tela. El potrillo gimió, pero aún no podía pararse. La yegua resoplaba sin fuerzas; Godoy pudo ver su ojo buscando la cría. Levantó al potrillo y con dificultad lo acercó hasta el hocico de la madre. La yegua le dio un lengüetazo débil, a su hijo, al hombre, y murió.

El cielo crujió quebradizo, dio el ultimátum. El gaucho se alzó con la cría y buscó volver a los árboles que lo habían refugiado.

Corría. Tras él la pampa se desfiguraba. Un relámpago parecía seguir sus pasos. Se le entumecieron las piernas como si del suelo brotaran manos que lo agarraban. En plena tarde todo el cielo se había ennegrecido.

Al llegar a los árboles miró hacia atrás, el campo ardía.

Cualquier gaucho conocía la fortuna de un caballo blanco a merced de una tormenta, pero era la primera vez que lo presenciaba en carne propia.

Empezó a llover.

 

Los hijos bloqueaban las ventanas con tapas de madera cruda, con principios de humedad que se incrustaban en las uñas urgentes; metían la leña que se había llegado a secar en esos pocos días sin agua.

Con la mano sobre el sombrero, los padres presionaban un poco a la altura de la frente, agachaban la cabeza y salían del almacén, algunos borrachos, algunos más, mordiendo medio labio medio bigote, saboreando los restos de tabaco y ginebra.

Las mujeres, al pie de la fila exterior de pinos ­—traídos hace años por los fundadores— se encorvaban, oían el crujir de sus columnas, palmeaban el suelo. Todas las bocas murmuraban la oración, a la vez que los cuchillos se enterraban sobre el lomo de la Pacha.

La tradición del facón en tierra había amedrentado otros temporales. Las mujeres confiaban en las tradiciones. Los hombres estaban ebrios casi todo el tiempo.

María Ordoñez negaba frente al plato de sopa. Estaba segura —y se había encargado de comunicarlo a las otras mujeres— que la tormenta estaba relacionada con la llegada de aquel hombre, por eso los facones se desprendían del suelo y salían volando. Susurró una plegaria que su abuela le había enseñado; la acabó con una maldición al gaucho. Bien merecida tenía la paliza que le habían dado al entrar al pueblo, y que agradeciera que ese infame de Dalmiro Soria estaba fresco, que sino…

Muerto Gregorio, y con tres hijos a cargo, María estaba desesperada. La llegada de Godoy le había dado el argumento para justificar todas sus desgracias. Incluso podía cargarle la culpa de dos o tres situaciones más generales, como la tormenta que eligió a Piedraverde de remanso para acunarse por varias semanas.

—Ese gacho está maldito. En el aire se puede sentir la peste de los condenados —los ojos estaban fijos sobre algunos pedazos de zanahoria que flotaban en el potaje— en especial en estos días húmedos.

Para el pueblo un gaucho era mal augurio, un chasqui que traía cartas de enfermedad. Piedraverde estaba siendo reprendida. María Ordoñez estaba segura de ello.

 

—Un cristiano es un cristiano y.

—Qué cristiano ni cristiano, don Valentino, ese hombre es gaucho, y usted sabe muy bien en las cosas que andan.

—Y yo le digo que no me importa. Mire si vi’andar dejando que se muera el desahuciado ahí solo. Ningún cristiano debería morir solo.

—¡Que no es cristiano, hombre! Los gauchos están malditos —de pronto bajó el tono de voz—. Todos tienen algo empeñado al Zupay.

—¡Callesé la boca o lo hago callar! Uno viene a pasarla bien y no quiere de’andar escuchando pavadas —otro hombre (unas mesas hacia el fondo del boliche), se paró a la vez que apoyaba su vaso con bronca.

El joven que trataba de hacer entrar en razón al pulpero se llevó la mano a la cintura. El hombre del fondo copió el gesto; su mano izquierda se mantenía sobre la boca del vaso y presionaba con fuerza.

—M’hijo, si sabe lo que le conviene saque la mano de ahí —el pulpero trataba de apaciguar las aguas que hervían en el muchacho.

—No se meta, don Valentino, quién se cree este…

—Mas vale haga caso, joven. O se estará ganando una noche en el calabozo —el comisario de Piedraverde entró en el local.

—A ver, ¿Quién de ustedes es Dalmiro Soria?

Luis Felipe Noé


Encuentro entre la machi y el gaucho

La noche se cerraba a la velocidad de la machi. No imaginaba el espectáculo con el que se iba a encontrar varios metros más adelante. La sangre del gaucho mezclada con la tierra suelta se volvía barro. El hombre miraba el cielo con el ojo que todavía no se le había hinchado. Trataba de consultar su destino a las estrellas. Movía los labios, intentaba formular un rezo, pero no sabía a quién o qué. Nunca prestó atención a las oraciones.

Un cura solía visitar el rancho. Aparecía con una camisa negra metida adentro de la bombacha. Decía que la sotana arriba del alazán era una verdadera molestia. Pero a Godoy no le importaba escuchar de hombres mágicos que regalaban bendiciones a cambio de la poca plata que ganaba en lo del viejo Cejas. Cada peso se lo dejaba al herrero para que le engalane el facón. —Un buen mango de plata quiero que le ponga, Valentino—. Y así el cura gastaba saliva en sermones que Godoy interrumpía con fuertes sorbidos de mate. Cuando ya se cansaba de recitar versículos y salmos, le pedía uno y se volvía a subir al alazán para emprender el regreso hacía el pueblo.

Le hubiese venido bien haber escuchado algo de lo que le decía el sacerdote, por lo menos le hubiera dejado la sensación de compañía que estaba buscando en ese momento.

Lo poco que podía girar el cuello le alcanzaba para ver dos dientes arrancados hundiéndose en el barro. La imagen no lo atemorizaba, sino la falta de sensibilidad en la boca que no le permitía notar la ausencia.

No dejaba de pensar en lo que acaba de suceder. Podía sentir como se desprendía de su cuerpo una masa intangible. Desde aquella noche llevaría montado en los hombros el peso del Zupay, del temor y la culpa de sus manos estrechándose. Cuando estuvo a punto de entregarse a la muerte, y al convenio que había pactado, vio dos piernas aparecer entre los yuyos.

El gaucho era pesado. La machi a duras penas podía cargar con él. Iba más encorvada que de costumbre. El moribundo, desparramado sobre su espalda, arrastraba los talones por el suelo.

Al pie de la sierra lo bajó exhausta. Miró hacia donde estaba la cueva y dudó por unos segundos. El gaucho sin conocimiento yacía sobre una piedra. La anciana se quitó el sombrero y secó el sudo de su frente con el revés de la mano. Caminó hasta un tronco caído y se sentó.

—Pachita, mándame la ayuda que ando buscando. Este hombre no merece morir así.

Enseguida apretó los ojos y negó con la cabeza. Hacía mucho que no podía comunicarse con los espíritus. Volteó a mirar al hombre. Una mano colgaba inerte rozando el pasto. Volvió la vista y palmeó el tronco.

—Gracias igual, madrecita.

De pronto los árboles se alborotaron. El viento empezó a soplar con fuerza y levantó las hojas secas, y todo el ruido se apagó. Nada. La machi miraba sorprendida alrededor. Veía como bailaban las copas de los árboles, alguna vizcacha que corría a esconderse, pero nada tenía sonido. El cielo liberó un rayo. Nada. La machi sonreía. La imagen era poderosa. Supo entonces que la habían escuchado. Cuando cayó al suelo de rodillas, como si un rio la golpeara, todo volvió. Un relincho arrancó el silencio. De sus manos brotó calor. Una voz le habló al oído y volvió a sonreír. Ante ella una potranca tobiana la animaba a levantarse.

 

Entonces lo recuperé. Las visiones. El calor. Miles de gustos que habían desaparecido de mi boca. Y una dureza en el estómago (señal de alerta que creía olvidada). Todo volvió a mi como una embestida. Era abrumador, pero hermoso.

Tomé al gaucho y lo subí sobre la potranca. Despacito y apoyándome un poco en ella llegamos hasta la cueva. Encendí un fuego y recosté al hombre cerca para que se calentara. 

Se hizo el día. Aún no despertaba. Agregué algunas hierbas a un caldo. En el río pude rescatar una piedra que me era perfecta: la medí con la mano y me obligaba a estirar el pulgar y el índice hacia los extremos, pero sin llegar a dolerme; las corrientes la habían dejado con la suavidad de un pétalo; pesaba lo justo para machacar la caléndula y la menta, y poder preparar la pomada.

Nunca en la vida vi una crueldad como aquella. Porque quedaba claro que había sido cosa ‘e Mandinga, pero la brutalidad llevaba la marca de los hombres. Salvo que anduviera cazando por saña y el Llastay lo hubiese descubierto en pleno acto, pero no. Las suyas eran heridas de cuchillo.

Era gaucho, pero de alma noble. No se andaba mirando de reojo mis cosas. A la semana de volver a caminar se vino cargando el agua por toda la pendiente hasta la cueva. Comía lo justo y empezó de a poco a darle las gracias a Pachita. Ahí fue cuando sentí la dureza en el estómago otra vez, la sensación empezó a trepar hasta el pecho. Era una araña enorme de angustia. Cada pasito, un escalofrío. Me apoyé contra una piedra para no caer al suelo, y tuve una visión.

Godoy era rodeado por un vapor negro, espeso. Era una cadena que lo anclaba y que le pegaba tirones hacia abajo, como queriéndolo arrastrar hasta las entrañas de la tierra. Lo vi junto al Zupay estrechándole la mano y sentí el vaho de azufre cuando la bestia se alejaba. Y lo volví a ver medio muerto, tirado en el campo ahogándose en su propia sangre, con las astillas blancas asomando entre la carne.

De pronto un temblor movió la cueva. Algunas vasijas se quebraron y los restos del ungüento mancharon unas telas que tenía en una esquina para abrigarme por las noches.

El gaucho vino en mi auxilio.

—Esto no es normal, m’ijo. Hace tiempo que no me aturdían tantas sensaciones, y con usté ya van dos veces que me alcanzan.

—Pero, Machi ¿Como podría mover uno semejante montaña?

—Está claro que el temblor no lo provocó, pero todas las cosas están unidas —miré hacia el cielo y una nube rojiza cruzó apelmazándose y tomando forma—y algo me dice que los espíritus del mapu le están tejiendo un destino que ningún otro hombre vivió.

—Se ve que su pacto con el Zupay llamó la atención…


Enfrentamiento en la pulpería

El hueso giró en el aire. Los ojos del Tano se hincharon. La taba cayó y pegó sobre una piedra que le cambió la trayectoria, fue a dar entre unos matorrales al costado de la pulpería. El hijo de Cacho Benavidez se apuró a meterse entre los yuyos para verificar el resultado.

—¡Suerte! —gritó y todos se miraron.

­—¡Qué suerte ni suerte, chango roñoso!

El negro Suipacha lo encaró apretando el rebenque que colgaba de su mano. El hijo de Cacho Benavidez transpiró; más que la altura lo abrumaba la boca sin dientes del negro. Se agachó y levantó a penas la taba para revelársela al hombre.

—Mire.  Suerte, Don Suipacha.

—Ah, pero a este lo mato.

El negro se le abalanzó y tiró el primer rebencazo; le dio en el medio del lomo. El chango soltó un alarido. Alguno del grupo le gritó al negro que parara, pero fue en vano. Suipacha se ensañaba en mostrar su hombría cada vez que se daba la oportunidad de castigar a alguien.

—Te dijeron que parés, inmundicia.

El que habló era el gaucho, que estaba bajando de su caballo al pie del palenque.

El negro ni siquiera lo escuchó y siguió meta reventar al muchacho, que ya respiraba entrecortado por la sangre que le salía de todo el cuerpo.

De una patada en las costillas el gaucho hizo que el verdugo se revolcara un metro sobre el suelo pedregoso. En seguida los que estaban se echaron para atrás haciendo un círculo alrededor de los hombres.

—¡Levantenlón y que alguno se lo alcance al padre, carajo! —Godoy los miró con desprecio.

Mientras el negro se paraba escupiendo tierra que le colgaba en hilos marrones, tres de entre la multitud se apuraron para alzar al chango moribundo.

—La puta que te parió, gaucho mal nacido, te vi’aser recagar.

—El que te vi’asé cagar soy yo, matón. Te hacé el malevo con un pobre chango.

—Y a vos qué carajo te importa lo qui’ago con el mocoso ese.

Godoy manoteó el facón pero no se sacó el poncho. No necesitaba defensa contra el negro y lo sabía; su contrincante estaba muy borracho para responder con agilidad cualquier ataque.

—Si guardás el rabo y te mandás a mudar no te pincho nada —el gaucho lo midió tratando de evitarse el confronte.

Suipacha se echó a reir.

—Mirá si me viá’ndar escuendiendo de vos, gaucho asqueroso. Nada me haría mas feliz que rajarle el pescuezo a semejante lacra.

El negro era una montaña torpe. Costaba darse cuenta de su borrachera mirándolo a la cara, porque tenía una sola expresión, nunca le adivinabas lo que estaba pensando; y no pensaba nada, eso lo hacía más difícil. Sin embargo, el esfuerzo de mantenerse en pie si lo delataba. Había un suave tambalear en su cuerpo. Se tanteó la cintura dos o tres veces hasta que dio con el cuchillo.

El Tano, que seguía entre los espectadores, le tiró un poncho cerca de los pies. El negro Suipacha hizo un esfuerzo por agacharse a levantarlo que le requirió apoyarse en una rodilla. La gente se le rio.

—Callensé o los achuro a todos —volvió a erguirse con la ayuda de una palma en el suelo.

—Si anda complicado vengo otro día, compañero.

La burla lo enfureció. Suipacha se lanzó contra el gaucho con la punta del facón como guía, pero Godoy apenas se ladeó y lo dejó pasar de largo. Cuando frenó en seco sintió rebotar toda la grasa de su cuerpo; sin esperar demasiado se dio media vuelta y lo encaró otra vez.

El gaucho miró el costado donde debía meter el puntazo. Sabía que bastaba un poco de presión y un giro rápido para hacer un buen desgarro que lo dejara tendido yéndose en sangre, pero dispuesto a acertar el golpe vio la sombra sentada en una de las mesas al fondo del patio. En la nariz el olor se volvió inconfundible. Tenía la certeza de que solo él lo percibía. Azufre. Y una sonrisa ocre que salía desde la cabeza de la sombra. La forma borrosa de un cuerpo expectante y diabólico al fondo del patio que le decía: hacelo, falta muy poco Godoy, muy poco. El gaucho se miró las tres líneas oscuras en el dorso de la muñeca y volvió en sí. Alejó un poco el facón y le asestó una puntada al hombro del negro, que cayó al suelo por segunda vez hirviendo de bronca.

—Dejá, malevo, pa qué vamo andá haciendo papelones ahorita. Terminá de tomar tranquilo y no hagai má’alboroto ­—el gaucho enfundó y se mandó a mudar subiendo de nuevo a su caballo.

En la retirada volvió la vista hacia la mesa del fondo; un robador a medio tomar se calentaba al sol.

 

Se hacía de noche y Godoy estaba llegando al campamento. Se lo había montado en un claro en medio de un círculo de árboles a unos cuantos kilómetros de Piedraverde. Era necesario que por ahora nadie se enterara de donde dormía. Había quedado más que claro el recelo de los pobladores con la presencia del gaucho.

Desensilló a Qhaqya y se puso a desarmar el apero para poder acostarse. Agradeció al aire por el cuero de vaca y la lana. Le encantaba el olor que agarraban las mantas junto con el pelo de Qhaqya, mas porque le recordaban al rancho de su tata, donde dormían con el potro adentro, que por el olor en sí.

Encendió el fuego con algunos leños que había escondido entre las matas y se dispuso a calentar agua para el mate con la pava vieja, herencia que guardaba celosamente. De una bolsita de cuero atada a la rastra sacó un poco de yerba y jugó con los dedos sobre la palma; se recordó a los seis años cuando su tata le hacía meter las manitas entre el sacón que preparaba para venderle al pulpero. La sensación de las hojas y los palitos siempre lo devolvían a aquellos momentos. Tiró un poco del contenido en el mate y se cebó el primero. Echó la cabeza hacia atrás y vio del revés a Qhaqya y las ramas de algunos arboles y las estrellas y unas ojotas que lo hicieron enderezarse de golpe. A su lado estaba de pie un ser con cuerpo de hombre y cabeza de alpaca.

—Me da un mate, Godoy.

—¿Y usté es? —de reojo miró el facón, que había dejado sobre un tronco.

—Los nombres cambian con los siglos y las especies.

—Si vamo a compartir un mate me gustaría por lo menos saber con quién tengo el gusto.

—Me parece bien —el ser seguía con la cabeza rígida mirando al horizonte—. Creo que los tuyos me llaman… Yastay.


Acecho

El gaucho supo de inmediato de quién se trataba y se apuró a alcanzarle un mate. Mientras el Yastai sorbía con ruido, él se detuvo en los giros del pelaje; las fibras se rizaban y lo volvían esponjoso, por lo que infirió que había tomado la forma de una alpaca huacaya —las de tipo suri presentaban un pelaje más sedoso y pegado al cuerpo—. El ser terminó y devolvió el mate; Godoy seguía ensimismado preguntándose cómo podía sostenerlo con las pezuñas; en eso noto que tan solo un brazo era peludo y las traía, el otro era humano, con cada dedo en su lugar. Se avergonzó de estar ojeándolo tanto y agachó la cabeza.

—Me disculpo por la insolencia, pero ¿Usté qui’hace tomando mate con un hombre de mi calaña? Ni soy digno ni he cazado.

—Yo sé bien todo de usté, Godoy. Como protector de cada bicho que camina, salvando su raza, vió, yo he de vigilar todo alumbramiento y todo deceso, y estos últimos los juzgo sin piedad. Tengo presente que no ha cazado, ni caza muy seguido.

—Mi cuchillo ya ha’quitado demasiada vida. Del indio aprendí a ponir en balanza mi’actos.

—Aprendió. Lo sé bien. Por eso acudo a visitarlo —el viento le tiraba el flequillo sobre los ojos—. Usté es un hombre digno, Godoy. Se mide con el facón y cuida de este hermoso ejemplar de caballo, para mí eso es suficiente.

»— Ningún alma debe andar hambrienta y sola vagando por ahí, menos en mis tierras, sírvase pues.

En seguida sintió el olor ahumado. Godoy giró la cabeza hacia el fuego y se encontró con un cordero a la estaca. El perfume de la salmuera lo hacía salivar. Creyó que se le venía el llanto e hizo fuerza para evitarlo. Llevaba semanas comiendo solo charqui[1] que a duras penas pudo hacer que le vendieran en el almacén de Piedraverde.

—No me viá’ndar haciendo rogar. Se me hace agua la boca, señor.

—Entonces coma, Godoy. Aproveche que el campo lo cuida esta noche —sacó un charango y se puso a rasguear, ahora ambos brazos eran humanos—. El Coquena[2] gusta más de los vientos, pero yo prefiero las cuerdas.

Mientras el Yastai tarareaba una melodía nostálgica Godoy desgarró con su cuchillo algunos pedazos de carne y se puso a comer.

 

Por la mañana las brasas largaban las últimas columnas raquíticas de humo. El gaucho no supo a qué hora había partido su benefactor, pero cerca de donde estaba sentado halló una manta nueva de fibras de alpaca con guarda pampa[3] en blanco y negro; supo que era el último regalo que el espíritu le había hecho; lo dobló y colocó bajo la silla de Qhaqya con las demás telas de la montura.

Antes de subirse en el lomo de su compañero echó una mirada al campo. Sabía que cualquier cristiano perdería el rumbo y quedaría vagando por las pampas hasta, con algo de suerte, dar con un rancho perdido que le hiciera de refugio o donde puedan orientarlo para retomar camino, pero él no precisaba ni ranchos ni rumbos, le bastaba un poco de agudeza en los sentidos, mirar con los ojos del pájaro y del ratón, como le decía en su infancia Valeriano Cejas: el baqueano[4] tiene que hacerse tan campo como el puma y el viento, basta mirar, changuito, por’onde pasan los cascos del potro, la humedá de la tierra y el color de los yuyos para saber cuán cerca está uno de un arroyo o un río; si tenés agua, tenés todo, changuito.

Godoy subió sobre Qhaqya y partieron. Atrás quedó el círculo de árboles y el campamento. A estas alturas sentía que cada pueblo en el que paraba lo retenía más de lo que esperado, y Piedraverde no era la excepción. En contra del ritmo del galope el hombre negaba apretando las muelas. Había revuelto mucho el avispero entre el disturbio de la pulpería con Dalmiro Soria y el enfrentamiento con el negro Suipacha; a pesar de que se sabía bien oculto lejos del poblado le extrañaba que aún no lo hubieran venido a buscar. Pero, aunque nada lo acobardaba, no se iba a quedar esperándolos, tenía una encomienda que cumplir.

 

—Ustedes quedensé si quieren, pero yo viá’buscar a ese gaucho para cobrarme lo de la otra noche.

—Suipacha, dejesé de joder ¡Está buscando que lo pinchen! Parece que quiere ser finao, usté —Dalmiro Soria tenía la nariz enrojecida por el vino— Aproveche que esa lacra lo perdonó, vaya a su casa, pase la tarde con su señora. Ese gaucho es bravo, se lo digo por experiencia.

­—Si a usté lo asustó una paliza, escuéndase si quiere, pero a mí si me faltan el respeto exijo una compensación —el negro había estado toda la noche revolviéndose de bronca por la humillación en el patio de la pulpería.

—¡Epa, Suipacha! Pero anda buscando yunta para aporrear al susodicho, ¡Bien que solito no se le anima otra vez!

La voz vino desde el rincón del bar. Un hombre alto se levantó y caminó entre las mesas hasta donde discutían los otros. Llevaba sombrero y fumaba un cigarrillo de humo espeso y picante.

—¿Quién es usté para hablarme así? Parece que vamo’ a tener dos aporreados esta tarde.

—Tranquilo, mi’amigo. Compartimos un mismo deseo —el hombre se acercó a Suipacha, lo tomó de los hombros y lo alejó de los demás—. Ahora présteme atención.

De pronto las palabras que el desconocido emitía serpenteaban por el oído del negro, recorrían la humedad del cerebro e iban a instalarse muy adentro dislocando cualquier otra idea. Cuando acabó de hablar, Suipacha tenía los ojos duros, babeaba y apretaba en una mano el facón.

Los participantes de la reunión se habían dispersado entre las mesas y ya se armaban los grupos para el Truco.



[1] Carne deshidratada.

[2] Divinidad del Altiplano. Protector de los Coyas y los animales.

[3] Guarda de cruces dispuestas en traslación horizontal o vertical, asociado a la indumentaria del gaucho y a la vida y las tareas rurales.

[4] Conocedor de los caminos y atajos de un terreno.


Qhaqya

Godoy está pensativo. Imagino que le preocupa su promesa. Sobre todo, después del retraso de Tastil.

La machi fue muy clara respecto de la urgencia. Por lo que supe hace poco, el gaucho tiene una deuda importante con ella, supongo que por eso esta tan inquieto. Hay que encontrar a esas changuitas lo más pronto posible.

Tastil había sido una verdadera pérdida de tiempo. Ese cacique panzón se había empeñado en que su hijo nos acompañe en el viaje. Decía que debía conocer sus territorios si quería gobernar, que el pueblo necesitaba un líder preparado y no sé cuántas pavadas más. Claro, total los que tenían que acarrear con el mocoso éramos nosotros. Igual no duró mucho. Podrían siquiera haberlo entrenado. Ni bien salimos de la ciudad, en los alrededores nomás, nos emboscó un puma. Pero le vi los ojos a Godoy. Él había sentido lo mismo que yo. La peste. La peste de los condenados. Y en ese puma era insoportable. No es por juzgar a los condenados, cada quién tiene sus razones y sus cuitas. Pero cuando el condenado siente odio, la peste se acrecienta. El puma se abalanzó sobre el muchacho.

Godoy saltó desde mi lomo y yo empecé a girar en medio circulo. La maniobra estaba practicada. Era la misma que usábamos para cazar. Mientras él desenfundaba el facón, yo tiraba todo mi peso sobre las patas delanteras y preparaba el golpe. Cuando mi compañero acertó la puñalada y cayó al suelo, apliqué una patada doble y dejé al contrincante desparramado a unos cuantos metros de nosotros. Sin embargo, el joven atacama había quedado tendido en el suelo con dos zarpazos letales sobre la garganta.  No hubo mucho que hacer. Había que proseguir con el viaje, de modo que el gaucho lo tapó con una de las mantas del apero.

Antes de marcharnos nos acercamos al cadáver del felino que ya retornaba a su forma humana. El brujo era fornido, de cejas anchas y abundante bello en todo el cuerpo. No lo reconocimos, pero sí la marca que llevaba en la muñeca… Tres cicatrices oscuras. Supe enseguida que el ataque había sido para el gaucho. El joven solo era una víctima más con la que el Zupay le hacía un guiño. Tarde o temprano se encontrarían de nuevo.

Sé que a Godoy le pesó más que a mí porque le tenía afecto al chango. Algunas veces hasta llegué a verlo en una postura un tanto paternal. El poco tiempo que pasaron juntos mientras nos alojábamos en la ciudad alcanzó para unirlos.

Y todavía anda medio cabizbajo. Mientras mastica el charqui y me mira, aunque está en silencio, lo siento penar. Llora al muchacho, se preocupa por las niñas y sé que hasta se martiriza por los minutos que nos tomamos para descansar. Yo no. Yo lo acompaño porque estamos enlazados. Lo acompaño por las fuerzas mayores que nos unen. Porque me necesita.

¡Qué me importan a mí las machis! o lo que quieren las machis, o los que no quieren a las machis, o cualquiera de esas cosas humanas. En el sur a estas dos changuitas no las quieren, o no las van a querer, no sé cómo viene la cosa. Cuestión que ahí no se les permite a las mujeres hacer magia, pero por lo que dice la machi, la nuestra, las dos changuitas nacieron mellizas y con poderes, y parece que eso es muy importante para el destino del mapu. En lo que a mí respecta, mientras el Llastay siga cuidando de los animales cuando pastamos y el Sachayo me deje entrar al monte a buscar fruta, no hay chamán que pueda preocuparme. Pero Godoy está intranquilo, eso me preocupa.

—Hay agua en el aire.

Me vuelve a ensillar y monta. En la lejanía se ve un bosque. Se lo nota apurado porque taconea con más fuerza que otras veces. ¡Pará desquiciado!

Este no es un gaucho malevo. Y con esto no quiero decir que no sea bravo, la anécdota del puma es una de tantas. Lo he visto enfrentarse con hombretones terribles, incluso a peleado con varios a la vez. Pero es gaucho de alma noble. Ni me importan los taconazos, ni me importa su hosquedad. Me salvó del rayo en plena pampa. Esa es una de las cosas por las que me quedo al lado suyo. Pero a este hombre le pesa su condena. Por eso digo que no es malevo. Me he cruzado con rufianes que apestan a muerte. Que llevan la marca del Zupay ardiendo en el pecho. Y en su afán de librarse y pagar las cuentas se entregan a él y a sus abominaciones. Godoy en cambio se arrepiente todos los días. Sea cual fuere el trato que haya hecho, está empeñado en deshacerlo, pero enfrentándose a la bestia, y eso nos cuesta caro.

Ya casi llegamos al bosque. Tiene un nombre, pero no lo recuerdo. Lo escuché cuando andábamos por la ciudad de los carnavales. Hasta ahora no se ve nada extraño, pero, empiezo a sentir en los cascos un chapoteo de barro. Godoy me aprieta y acelero el trote.

Escucho el tintineo de la rastra. Avanzo. Por segundos nos separa el viento, y enseguida vuelvo sentir su peso encima. El terreno desciende. Paso la primera fila de árboles. El sol empieza a esconderse tras las copas. La segunda. Me cuesta avanzar. Hay barro por todos lados. La tercera… Freno de golpe. Se me hinchan los músculos por la resistencia. Los cascos delanteros se me resbalan, pero logro mantenerme en pie. Casi hago caer al gaucho.

Adelante se hunde el bosque. Lo que debería ser un sinfín de troncos y arbustos es reemplazado por un espejo de agua del que intentan escapar algunas ramas afiladas y calvas. Todo está sumergido.

Me detengo a ver el paisaje. Godoy está tan anonadado como yo. Nos rodea un círculo frondoso, todo lo demás es lago. Me asomo al borde con cuidado y despejo mis sospechas. Allá. En el fondo. Tras el manto líquido, hay árboles.

El gaucho baja de mi lomo y se inclina igual que yo. Alcanzo a verle las gotas sobre la frente. Se lleva una mano a la cabeza y se quita el chambergo. Sus labios son una tumba. Sumerge el sombrero en el agua y bebe un poco. Lo veo acercarme el sombrero convidándome. Qué hace. De repente levanta las cejas y se larga en una carcajada. ¿Eso fue una broma? Ahora resulta comediante. Resoplo y meto el hocico en el agua.

—¡No se me enoje, Qhaqya! —dice entre risotadas.

—¡Vaya tomando aire que parece que nos vamos a dar un chapuzón!

Está loco si cree que me voy a meter ahí. Jamás vi cosa semejante. Los bosques tienen que estar sobre el agua y no debajo. Estas son pavadas de brujo. Así no vamos a encontrar nunca a estas changuitas. Pero yo me gasto en refunfuñar y Godoy ya está metido hasta las rodillas.

 

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