Cuentos

Bestia

Pisé mal y me doblé el tobillo. Caí sobre una capa de grava que cubría la banquina. Sentado me giré para no quedar de espaldas. Los arbustos se revolvieron a un costado y entre las ramas se asomó la cabeza. Los músculos de su cuerpo estaban hinchados por las venas que intentaban estrangularlos. En tres pasos lo tuve de frente a mí. Escasos metros nos separaban. Tensó las patas y al mismo tiempo mi tobillo me dio una puntada. Ni siquiera atiné a gritar. Su abdomen se contrajo, buscó en cada nervio la presión que le hacía falta para el impulso y se fue desprendiendo del suelo. Pequeñas piedritas de tierra se soltaban y caían hechas polvo. Imaginé los diarios, contando de un cadáver hallado al costado de la ruta 8, entre Areco y Capitán Sarmiento. El cuerpo despedazado de manera salvaje. Un mar de sangre que se desbordaba sobre la calzada. Los habitantes de la zona asegurando haber visto toda una fauna fantástica merodeando por los campos, saltando los techos, robándose las gallinas.

 Volví a prestarle atención, avanzaba hacia mí con las patas delanteras estiradas. Me iba a aplastar y a desmembrarme con esos dientes amarillentos. El pelaje se le movía al compás de los pinos que atrás danzaban en un aquelarre. Hasta la luna era propicia para una muerte como aquella. Entre las garras traía años de mugre de pisar vaya a saber qué, pero imaginé que tampoco llegaría a infectarme, con una estocada a mi cuello ya estaría listo, incluso sería lo ideal.  Hundí los dedos en la tierra. El tobillo me hervía con un dolor agudo. Las piedras me pinchaban la palma de la mano. La bestia parecía ofrecerme su abrazo. Repasé su cuerpo, a simple vista debía medir dos metros y medio. Aquella noche era en especial oscura, pero si el sol hubiera brillado su sombra me habría cubierto por completo. Ya casi lo tenía encima y pude sentir el olor a azufre que emanaba de su piel, me hacía picar la nariz, pero no llegaría siquiera a estornudar. Con los ojos vidriosos intenté volver a mirar los pinos allá en el fondo, para cerciorarme que bailaran por mí, pero fue inútil, su pata ya besaba mi frente.


Damián

Era la recorrida que más odiaba, pero había perdido al truco y no podía negarse. No era bronca lo que lo hacía arrancarse los pedazos de labio seco con los dientes, no, era miedo. Tenía que cruzar todo el depósito. Las oficinas, las carrileras de despacho, los pasillos angostos de la zona B, el fondo donde apilaban los tachos de solvente, toda una ronda a oscuras, que le llevaba por lo menos veinticinco minutos, y la hacía con la cabeza gacha, apretando las pantorrillas y caminando lo más rápido que podía.

La luz de la linterna seguía el temblor de su mano y zigzagueaba sobre el suelo. Un puntito de sangre le brotaba del labio inferior y le ardía.

El Handy sonó con estática:

—Damián.

—¿Ventura? No te copio bien ¿Qué pasa?

­—Damián ¿Qué haces solo a estas horas?

La voz en la radio sonaba áspera y parecía necesitar mucho aire, como la de un enfermo de cáncer de pulmón.

—Ventura, no te entiendo nada. Estoy haciendo la ronda.

—No camines tan rápido, Damián, que no te puedo alcanzar.

—Dale, boludo. No me jodas con esas cosas que estoy re cagado ya.

—Si nos conocemos. Vengo atrás tuyo hace rato.

—Ventura, la concha de tu madre. Cerrá el orto y dejame terminar la vuelta – Se sacó el Handy del hombro donde iba enganchado y le giro la perilla hasta apagarlo.

­—Te vas a cagar, sorete. Me venís con estos chistes pelotudos a las tres de la mañana – Dijo mirando el aparato en su mano.

Avanzó unos pasos mas hasta llegar a la esquina de una de las calles entre pasillos.

El radio chilló haciendo acople. En el susto, Damián soltó la linterna y trató de taparse los oídos mientras el ruido persistía, uno con la mano libre y el otro con el codo del brazo que sostenía el radio.

—Escuchame, a tus compañeros ya los tengo ocupados. Pero con vos me quiero entretener.

Volvió a mirar el Handy sin entender que pasaba.

—¿Quién sos? ¡Si me estás jodiendo, pelotudo…

—Vos me pediste un favor Damián, ¿Te olvidaste? Yo ahora vine a cobrármelo.

—¿De qué me estás hablando?

—¿No viniste a pedir por tu hijita? Ahora yo vengo a buscar lo que me toca.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. En ese momento recordó los últimos tres meses metido en el hospital al lado de su hija. Su carita con los párpados caídos y morados le partían el alma.

—¡Hijo de puta, Malena falleció!

—Pero la mejora la tuvo, lo que haya pasado después ya no estaba en mis manos. Vos te encomendaste, ahora me pertenecés.

—¡Andate a cagar, hijo de puta!

Una sensación de frío le recorrió la espalda y al mismo tiempo sintió dos manos posarse sobre sus hombros. A la altura de su oído un susurro:

—Las promesas son deudas.

Damián cayó de rodillas al suelo y agarró el rosario que llevaba en el cuello. Tomó dos cuentas de madera entre los dedos y comenzó a rezar:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

Esta vez la voz del ente pareció estar flotando en el aire:
—¡¿Qué mierda te pensás?!¡¿Quién va a bajar a ayudarte si sos un negro de mierda?! ¡Estás condenado Damián!

—¡Dios, perdoname! – Gritó apretando los ojos.

El ser se agachó para llegar otra vez a su oído y le dijo:

—No te escucha.

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